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HISTORIA RECIENTE: Así fue muerto el Che Guevara…

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El último combate se registró a algunos kilómetros de La Higuera. Ese 28 de septiembre cayó Coco Peredo, jefe boliviano de la guerrilla. Desde entonces, una compañía de Rangers mandada por el capitán Gary Prado, acantonada en el pueblo.

Es medianoche y deciden acampar para dormir. Un campesino que descansaba en los aledaños para vigilar su plantío oyó el ruido de la pequeña tropa. El gobierno había prometido una recompensa de cincuenta mil pesos. El hombre corrió hasta la aldea para prevenir al capitán Prado. En tanto que duermen los guerrilleros, sus adversarios ponen un dispositivo para apresarlos.

Por la mañana, cuatro pelotones armados con morteros y ametralladoras se hallan apostados, dos en dirección de Higuera y otros dos hacia el Río Grande, bloqueando la salida. El primer contacto se efectúa a la una de la tarde. Cuatro muertos en las filas de los Rangers. Segundo contacto veinte minutos después. Luego, el silencio, casi más inquietante que los tiroteos. De pronto, al filo de las tres de la tarde, a la altura del plantío en donde Ramón y sus seguidores pasaron la noche, se desencadena el infierno. Para los sitiados sólo queda una solución: trepar cada vez más arriba.

Ramón está herido en la pierna y una bala atravesó el cañón de su fusil Garanta. Su camarada Willy tiene que ayudarle. Ramón ya no puede mover la pierna y comienza a ahogarse en medio de una crisis de asma. Ambos tienen las manos ensangrentada de tanto apoyarse en los arbustos para mantener el equilibrio al subir la colina empinada. Willy no tuvo tiempo de solar a Ramón para esgrimir su arma. Bruscamente surgieron cuatro soldados, rodeándolos y haciéndolos prisioneros.

“Soy Che Guevara”, dijo sencillamente Ramón.

Sucedió lo que parecía imposible. El Che está en poder de los gubernamentales. Gary Prado llegó corriendo. “Tuve un choque, diría más tarde, una especie de alucinación. Confía sus dos prisioneros a cinco de sus hombres, prohibiéndoles dirigirles la palabra (murieron 4 guerrilleros y 10 lograron escapar.

Cinco minutos más tarde, en Valle grande, el coronel Joaquín Zenteno, que manda la Octava División, recibe la noticia en código.

El Che está sentado cerca de Willy, a pleno sol, en medio de la maleza. Sufre una nueva sofocación de asma. Los soldados conversan en voz baja. Guevara los contempla sin verlos. Piensa en sus compañeros. ¿Muertos? ¿Pudieron salvarse, y cuántos? No puede sino pensar y escuchar los ruidos de la sierra.

Un poco antes de que anochezca por completo, la pequeña caravana se pone en marcha, Willy avanza solo con los puños trabajos, y Guevara, con un solo pie, sostenido por dos soldados. Detrás de ellos las mulas cargan los Rangers muertos o heridos, envueltos en cobertores.

La Higuera es un caserío perdido en la montaña, a 2 mil 500 metros de altitud y a 3 horas a caballos de Ancara, aldea encaramada también en la sierra, pero accesible a un jeep. 400 habitantes, casas bajas de barro y techumbre de teja. Ningún coche, ni siquiera un jeep. Algunas callejuelas estrechas y empedradas; la principal, camino de herraduras se ensancha hacia el centro formando una plazoleta. En esta plaza está la escuela con sus dos puertas bajas, sus dos ventanas enrejadas y en el interior dos pequeñas piezas: las salas de clase. El Che se halla sentado en la más grande de ellas, en el banco del fondo junto a la pared. Las manos atadas. El soldado que lo condujo le preparó y encendió una pipa antes de marcharse.

No hay electricidad ni lámpara de petróleo. El prisionero se ha acomodado en medio de la oscuridad, solo consigo mismo, escuchando las voces que llegan de fuera hacia él.

El desfile de los oficiales superiores que va a durar hasta el día siguiente a mediodía, comienza con el coronel Selich. Había llegado en un helicóptero pretextando traer provisiones de boca, pero sobre todo para hacer reinar un poco de orden en espera de las instrucciones de La Paz.

En la plaza de la aldea, Prado distribuye a sus hombres los objetos pertenecientes a los prisioneros. Ramón, herido, logró ocultar en la maleza el saco conteniendo sus documentos, que será descubierto dos días más tarde por un campesino; pero ha conservado un bulto que llevaba sobre sus espaldas.

La soldadesca se disputa en torno del bulto para obtener los recuerdos. En una cajita están los gemelos de la camisa. El subteniente Pérez abre brutalmente la puerta de la clase.

¿Son tuyos?, le preguntó al Che.

Sí; pero deseo que sean entregados a mi hijo. Pérez no responde y se marcha.

Otro oficial, Espinosa, quisiera una pipa. La que estaba en el bulto, ya ha sido tomada. Desea hacer un cambio. Imposible. Se precipita entonces a la escuela, se dirige hacia el prisionero, lo toma por los cabellos, lo sacude y le arranca la pipa de cristal que está fumando.

¡Ahhh! Eres tú el famoso Guevara.

Sí, soy el Che. Ministro tamofen. Pero tú no me as a manosear así, respondió el prisionero. Y con su pie válido, y las manos siempre atadas, le dio una patada a Espinosa que se fue a volcar contra los bancos.

Miró a los oficiales de alto abajo, con mirada despreciativa e irónica. En cambio, contestó a los soldados rasos con suavidad, como aclarando luego el radio-operador R. Villaroel.

Se le envía, en fin, un enfermero. Después de haber pasado toda la tarde en la zona de combate y una parte de la noche con nuestros heridos, refirió a Fernando Sanco al periodista Jorge Torrico, fui a examinar al Che. Una mal herida en la pierna. Era la única. La enjuagué con agua y desinfectante.

Selich, después de haber intentado vanamente interrogar al cautivo, decide dejarlo solo. Fuera, hace reforzar la guardia.

El lunes por la mañana el Che parece tener ganas de hablar. Reclama ver la maestra de escuela del Pueblo. Julia Cortez, morena de 22 años con ojos verdes, relata que encuentro.

“Yo tenía escrúpulos de ir y miedo de encontrarme con un bruto. Me enfrenté con un hombre de aspecto agradable, cuya mirada suave y burlona era imposible fijarla en los ojos”.

¡Ah, caramba!  ¿Es usted la maestra rural? ¿Sabe usted que no hay necesidad de acento en el “se” de “Ya se leer?, le dijo a modo de preámbulo y mostrándole la falta ortográfica en uno de los dibujos que colgaban en la pared.

Se burlaba gentilmente y sus ojos reían. ¿Lo sabía usted? En Cuba no existe escuela como esta. Con estos barrotes, se diría un calabozo. ¿Cómo los hijos de los campesinos pueden estudiar aquí? ¡Es antipedagógico!

Somos un país pobre, contestó la maestra.

“Pero sus gobernantes y los jefes militares tienen Mercedes y muchos otros privilegios… ¿verdad? Por eso es que combatimos.

“Usted vino de muy lejos para combatir en Bolivia”.

“Soy un revolucionario y he estado en muchos lugares”.

“Usted vino para asesinar a nuestros soldados”, dijo la maestra.

“Usted sabe, la guerra se pierde y se gana.

La maestra refirió este diálogo al periodista Jorge Torrico.

El helicóptero del Ejército que pilotea el mayor Guzmán va y viene. “Difícil de precisar quién llega y quién se va, declara el alcalde del pueblo, pero sé que estuvieron los generales Ovando y Lafuente, el coronel Zenteno, el contralmirante Hugarteche, y también un tal González, agente de la CIA”.

Cuando bajó del helicóptero, el contralmirante recompensó a los Rangers dándoles a cada uno su dinero. Y todos los oficiales van a desfilar delante del hombre maniatado que no teme morir. Los militares saben que sus interrogatorios no servirán para nada y que sólo tendrán como respuesta injurias y miradas airadas. Poco a poco el sentimiento de victoria se transforma en una especie de impotente rabia. Los puños atados, sentado en el banco de escuela, la espalda junto a la pared, Guevara los contempla, los desafía. El vencido es el acusador.

Los familiares tienen una elección difícil. ¿Guardarlo prisionero? Pero, ¿Por cuánto tiempo? ¿Pero entonces?, ¿no se corre el riesgo de convertirlo en un mártir? ¡Y quién sabe si Guevara muerto no resulte todavía más peligroso que el Ramón de la Selva!…

Juntos o separados, los oficiales intentan hacerlo hablar. El Contralmirante se acerca. Vivamente retrocede, rojo de cólera. ¡El Che le ha escupido en el rostro!

Un poco antes de las 12 y media del mediodía, la Superioridad se marcha. Las órdenes son precisas. Es que entre tiempo, otro guerrillero, que logró escaparse, había sido apresado. Benjamín “El Maestro”, fue encontrado por los Rangers completamente prosternado. Desde la captura de su jefe, ya no quería huir. Se le encerró en la otra clase de la escuela, junto con Willy.

Son las trece horas. El Che se ha levantado. Oyó voces alteradas procedentes de fuera. Como órdenes y contraórdenes. Y disputas.

Yo quiero ir también. ¡Pero yo iré en primer lugar! “Tú despachas a Willy y al Maestro.

Entonces la puerta se abre, y el suboficial Mario Terán entra con su carabina M-2 en las manos.

¡Siéntate”, le ordena al Che.

¿Para qué, puesto que vas a matarme?, responde Guevara con toda calma.

Los ojos bajos, evitando mirar a su prisionero. Terán simula marcharse, pero, de pronto, la bestia humana se da vuelta y le descarga la carabina. La víctima se desploma. Dos o tres hombres han entrado en el recinto, y todos quieren tirar sobre el soberbio adversario caído…

De acuerdo, consiente el oficial, pero disparen más abajo del talle.

Entonces la soldadesca boliviana tira sobre las piernas. Entre los salvajes que se precipitan figura el enfermero Fernando Sanco, el mismo que la víspera, había curado la pierna del herido.

NOTA: (Estos documentos han sido recogidos por una notable y valerosa reportera francesa que regresa de Bolivia después de haber descubierto el secreto de la muerte del legendario guerrillero. Michele Ray es la periodista mundial que adquirió celebridad al ser capturada por el Vietcong, a principios de 1967, manteniéndola tres semanas prisionera, Ahora ha permanecido mes y medio en La Paz y en la Sierra. A título de cortesía de la gran revista semanal “Paris-Match, reproducimos algunos fragmentos de este terrible y extraordinario reportaje, como documento humano, al margen de toda ideología).

FUENTE. Cortesía de París-Match. Fragmento del gran reportaje histórico de Michele Ray, publicado en la edición del famoso semanario francés del 30 de diciembre con el número 977 y publicado en la Revista Ahora, edición 0251 de fecha 2/9/1968

 

 

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